NO SÉ en qué momento mi empatía creciente se me fue de las manos y me llevó a la destrucción, quizá fuera cuando empecé a sentirla por los kurdos o los tibetanos, o quizá por las víctimas de aquel tsunami o terremoto, pero creo que el clic decisivo sucedió cuando dejé de caminar por el parque por miedo a pisar algún insecto, o cuando dejé de comprar lechugas porque empecé a mirarlas como plantas decapitadas, o cuando me di cuenta de que me sentaba en una silla que era el cadáver de un árbol asesinado. Hasta dejé de tirar piedras en las manifas, no porque empatizara con la policía (mi empatía tiene sus límites), sino porque empecé a hacerlo con las piedras. En efecto: ¿quién me aseguraba que la piedra no tenía sentimientos? ¿Quién me garantizaba que, en el trayecto desde que salía de mi mano hasta que se estrellaba contra el antidisturbios, la piedra no iba diciendo “estoy siendo víctima de un abuso intolerable”. Y si las piedras sienten…, ¿quién me dice que el pavimento de Madrid no siente del mismo modo, igual que la lechuga o la hierba? De este modo, sin poder comer porque empatizaba con las plantas y animales que antes me servían de alimento; sin poder vestirme ni sentarme por lo mismo; sin poder salir a la calle porque sentía que el asfalto decía “ay, ay, ay”, fui muriendo poco a poco, si bien apenas sufrí porque ¿sabéis? ¡también me encariñé de la muerte! Os aseguro que la muerte es una gran señora: quien la teme tiene un problema grave de falta de empatía.